El autor de "El publicista" y "Casa Güerci" comparte tres textos narrativos con LA CAPITAL, uno de ellos ganador del premio de la SADE Zárate.
Por Ivo Marinich
La mesa alta con patas como de jirafa y las cinco sillas distribuidas alrededor estaban incrustadas en un lodazal sin horizonte. Conversaban sin quitarse los ojos de encima, los antebrazos apoyados contra la madera, sentados en los cojines bordados con hilo dorado. Las mujeres llevaban el rasguño de las décadas en la piel, usaban vestidos largos de opacos colores y lentejuelas que reflejaban el sol; los tres hombres, de cabellos canosos engominados, iban de traje aterciopelado con el detalle del moño a la altura del pecho. Las fuentes de porcelana repartidas en la mesa rebalsaban variedades de trufa; acarameladas, fritas, bañadas en chocolate, cortadas en feta, en dados, rayadas, enteras, algunas recién escarbadas y con tierra, licuadas en jarrones de cristal. Picoteaban en una y otra, mezclaban los sabores con lentos movimientos maxilares. A veces, por mera torpeza al tomar una trufa, o por avistar un insecto incrustado en ellas, o por tratarse de porciones no tan apetitosas, caían los restos desde lo alto como proyectiles a la espera de los puercos amarronados por el lodo que perfilaban sus hocicos hacia la mesa, estáticos, hasta el instante que divisaran la trufa cayendo en picada desde un cielo incierto, bondadoso, y entonces se abalanzaban, se apretujaban, se trepaban los unos a los otros en poderosos guarridos, se mordían las patas traseras hasta que la trufa devorada por algún privilegiado ya no pudiera ser olida, y de nuevo a esperar con la paciencia del que no tiene más remedio. Mientras tanto las voces elevaban sus tonos en discrepancia, sin dejar de picotear las fuentes de porcelana y corregir con pañuelos de seda las manchas de chocolate, caramelo o migas adheridas a los labios. Delineaban estrategias, discrepaban montos presupuestarios, formulaban prevenciones al augurio de terremotos financieros, desplegaban gestiones diarias, semanales y mensuales, con llamados de atención, con golpes a la madera que hacían saltar las trufas al abismo, a los incontables ojos que confiaban en la eficacia de sus reflejos para llegar a sitio antes que tocara el suelo. Por error, por la torpeza de una mano que se deslizó sobre la mesa, una fuente entera fue a parar al vacío, y las trufas cayeron al lodo como granizo negro, y el torbellino de hocicos chapoteó hacia la dádiva, ya sin morderse las patas traseras, ya sin subirse los unos encima de los otros, pues adivinaban que esta vez había suficiente como para que cada uno procurara un bocado. Fue una arremetida fugaz. Un puerco masticó la porcelana de la fuente e inmediatamente se sumaron otros hasta hacerla desaparecer entre sus bocas de saliva pastosa. Exceptuando al único satisfecho que había tenido la fortuna de estar allí donde las trufas cayeran, el resto de los animales recuperó la postura de espera, con el hocico chato apuntando hacia el dorso de la mesa y los ojos atentos a la condescendencia del destino. El privilegiado se echó donde el sol había entibiado el lodo a soñar que comía las patas de una mesa incrustada en un lodazal, y despertaría más tarde por las quejas de su estómago, justo antes de realizar la última mordida que la hiciera caer.
Al Niño Casamiento lo vi por primera vez en octubre. Unos nueve años, descalzo, el cabello huracanado, el torso desnudo según la clemencia del sol. Lo apodé así porque parecía ser un romántico; uno lo veía en la vereda del registro civil, mezclado entre las familias de gala que esperaban la salida de los novios, con una bolsa de plástico comprimida en el puño, visiblemente contento y ansioso, perfilado hacia la puerta. Cuando aparecía el flamante matrimonio era el que más festejaba la unión con gritos y aplausos, ajeno a las miradas, comentarios y risas que podía suscitar su genuino alboroto. Me parecía un soñador que seguro contaba los años para vivir él también la tradición nupcial. Esta mañana, sin embargo, entendí que estaba equivocado. Cuando pasé por el registro civil supe que había habido una boda, no porque hubiera visto a los novios o a los familiares esperando en la vereda, sino porque vi al Niño Casamiento juntando los granos de arroz desperdigados en las baldosas.
Me senté a la mesa del bar y pedí un cortado. A mi lado, inmiscuidos en una conversación que, por cercanía y, nobleza obliga, curiosidad, no pude desoír, había dos hombres. Uno de ellos, ya entrado en años, parecía ser el cliente del otro, de unos cuarenta, que no sabía cómo hacer para llevar de nuevo el diálogo a los negocios.
El viejo tampoco le daba oportunidad. No paraba de hablar del café desde que el otro, cuando vio que no había querido desayunar, le dijo, en un intento algo falluto de sonar simpático, que le invitaba un cortado. A lo que el viejo, como si solo se hubiera negado para tener la oportunidad que se le presentaba, le dijo que no tomaba café desde agosto del setenta y tres. E hizo un silencio que casi obligó al cuarentón a preguntar, contra voluntad, a qué se debía aquello.
Lo que siguió fue una explicación minuciosamente tejida, trabajada, erosionada por las décadas. Primero lo escrutó inclinándose hacia adelante y le preguntó si había leído a Marx. El otro contestó afirmativamente y, como quien trae a colación un título infalible, mencionó El Capitolio.
Más que corregirlo, el viejo lo amonestó, provocando la risa fingida, nerviosa, del cuarentón, que le echó la culpa a la mañana por el despiste. Con ínfulas de docente, el viejo le dijo que si había leído a Marx entonces no desconocía que el modo de producción capitalista se sostiene a través de la extracción de plusvalía por parte de un sector dominante de la sociedad, dueño de los medios de producción, a otro sector desposeído, que solo puede vender su fuerza de trabajo, y que en esa relación desigual, explotadora e injusta se enmarca la lucha de clases, el motor de la historia.
El otro asentía, daba repetidos sorbos al café y asentía. En agosto del setenta y tres, más precisamente la mañana del jueves 16 de agosto del setenta y tres, en una mesa de bar de la capital como la que ahora ocupaban, había tenido una revelación con el pocillo a medio camino hacia los labios.
Se había dado cuenta del engaño. Si ese día había parado a beber un café en ese bar de microcentro, no era, como se decía a sí mismo, por el placer de una infusión en la mañana invernal, sino porque necesitaba despabilarse luego de una noche mal dormida. Miró a su alrededor y vio las mesas repletas de madrugadores como él, llevando la taza a la boca. Entonces comprendió la función del café: mantenernos despiertos para el trabajo, a pesar de los bostezos, el cansancio, la apatía, de modo que el mismo sector de siempre pudiera maximizar su capital.
Es la bebida de la alienación, decía el viejo. Por eso hay una cafetera en cada oficina. Por eso uno siente que no puede comenzar la jornada sin una taza de café. Es la fusta del caballo, repetía, es la fusta del caballo.
El cuarentón, que cuando vio de qué venía el asunto apoyó su taza sobre la mesa, le dijo que nunca se le hubiera ocurrido cosa semejante, y hábilmente enlazó el comentario hacia la conversación que deseaba. En ese entonces me desentendí de ellos. Llevé a la boca el pocillo olvidado frente a mí. El café estaba frío, amargo, desabrido.
(*) Ivo Marinich estudió licenciatura en Ciencias de la Comunicación en la Universidad de Buenos Aires. En 2018 publicó su primera novela, “El publicista”, en Ediciones Camelot (España). Ese mismo año ganó el primer premio de relato de la SADE Zárate por el relato “Derrame”, mérito que volvió a obtener en 2019. En 2022 fue seleccionado por la Editorial Orsai para participar de una antología literaria con los mejores relatos digitales del 2021. Además, resultó ganador del primer premio nacional de novela corta “Luis José de Tejeda” con “Casa Güerci”. Sus textos también fueron publicados en antologías literarias y académicas de Latinoamérica y España.